jueves, 14 de abril de 2011

Aberraciones en la trastienda

Melancolía. Recuerdo con cariño mis anteriores empleos. En el supermercado era feliz con mi jornada de diez horas. Aguantabas clientes-gentuza, jefes-gentuza y compañeros-gentuza pero volvías a casa con la satisfacción de haber hecho un buen trabajo, comías algo y en una hora volvías otra vez al curro. Es lo que tiene el horario partido.

Parece que fue ayer cuando separábamos el refresco que venía de regalo con la ginebra para que el 'gran hermano' lo vendiera aparte. O cuando pegábamos una etiqueta con otra fecha de caducidad en los paquetes de galletas. Eran tiempos mejores. Incluso hubo una Navidad en que abrimos un surtido de bombones con fecha del año anterior para endulzar a nuestros clientes en esa época de buenos propósitos. Reciclaje extremo. Tambores de detergente que habían perdido parte de su producto fueron reparados minuciosamente por nuestras habilidosas manos y vendidos con un tercio menos de producto. Carne descongelada a contrarreloj bajo un grifo, para que estuviera en la vitrina a la hora de abrir, era vendida como carne fresquísima.

Decidí cambiar de aires. Buscando nuevos retos entré de carnicero y, aunque no tenía experiencia, si que tenía lo esencial: olfato. La jornada comenzaba en la cámara frigorífica oliendo la carne y derivados, algo muy importante puesto que "la carne no se estropea; se transforma". Que la carne huele un poco? Se aliña y ya tienes pinchitos. A que tienen buena pinta, señora? Los hacemos nosotros. VENDIDOS.

Otra cosa era cuando la ternera empezaba a estropearse. Con la parte más fea se hacen unas hamburguesas de vacuno que están de rechupete aunque, eso sí, un pelín más caras. Hay que pagar la calidad. El resto de la pieza puede rejuvenecer en minutos si se aplica el remedio químico adecuado y se envuelve en film transparente. Todo muy profesional, oiga. Tanto como esas etiquetas de trazado animal falsas que nos mandaban por fax. Cierto?

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